Conocer mi cuerpo, recuperar consciencia sobre él, poner atención, en silencio… es un proceso lento pero muy curioso.
El primer paso ha sido ser consciente de la disociación. Y pisando fuerte, no de puntillas, por ese sentir el asco y el odio que te he tenido, a ti, a mi cuerpo.
Otro paso ha sido tomar conciencia desde el dolor y la tensión. No creo en las casualidades pero, estando entretenida en estas cosas, me tocó acudir a unas sesiones de rehabilitación, consistentes en ondas de choque para un tobillo. Durante los 5 minutos que duró la primera sesión, descubrí lo lejos que estaba de mi cuerpo, como si fuésemos dos extraños. En la segunda sesión, los siguientes 5 minutos empezaron a conectarme y eso no dejó de sorprenderme; fue curioso descubrir cómo si prestaba atención a mi pierna no solo temblaba ella, sino que la tensión hacía que me temblara todo, hasta la nuca. La tensión y el dolor que me supuso la tercera y última sesión, los últimos 5 minutos, supongo que terminó con la disociación y de esa manera me descubrí más fuerte. La rehabilitación se ha acabado. En realidad no sirvió para sanar, pero ha ayudado a recuperar un vínculo que yo creía abandonado, roto o incluso perdido en la creencia de que nunca existió.
Los siguientes pasos no podían estar lejos de los surcos que han dejado en mí tanto miedo, tanta rabia y tanta tristeza, que durante tanto tiempo han caminado conmigo de la mano, siempre presentes. Son hilos que me unen y me separan constantemente a través de diferentes creencias limitantes.
El miedo avisa de peligros imaginarios o de lo más reales… pero, hoy, descubro que hablar de sentimientos sin dejar que pasen por el cuerpo, sin saber señalizar dónde se localizan, es volver a teorizar, y es volver a alejarme y esconderme en una sombra, lejos de lo que soy.
Así que me paro a mirar, con cierto susto, sobrecogida, con mis prejuicios y mis precauciones, pero respiro hondo y sigo mirando…
La rabia es como un calor sofocante, que casi quema, incomoda mogollón, es algo que burbujea por dentro, es un compás rápido, visto y no visto. Se sitúa encima del pecho, en el hueso del esternón, muy cerca de la garganta y lo siento en las muñecas y en las cicatrices, como un dolor sordo.
El miedo es más hondo, como un escalofrío, empieza de forma sutil, silencioso, sibilino, hace pausas; a veces es como pequeños arañazos por dentro. Luego se vuelve niebla y no me deja respirar, como si encogiese el espacio que me rodea.
La tristeza lo envuelve todo, es como si desde dentro, desde lo más hondo y desde fuera, una niebla espesa me escondiera y me difuminase, escondiéndome, paralizándome… y me agota, me anula.
El pánico, ese miedo al cubo, despierta a veces junto con la rabia, a veces se vuelve angustia y entonces, cuando todo es más hondo, ¡duele! Es como tragar burbujas cuadradas de oxígeno que tienen que pasar por conductos redondos, el aire se vuelve casposo y en la espalda, a la altura de los omóplatos (paletilla para los corderos), es como si una cuerda invisible tirase de mí hacia abajo.
Es sentir una maraña de cosas a la vez. Por eso me cuesta situar las sensaciones, nunca son puro miedo o pura tristeza, siempre van juntas de la mano y revueltas con dosis indeterminadas de rabia.
A veces el miedo no llega a pánico, pero casi, y entonces hace frío y calor y siempre es hondo, muy hondo. A veces todo se reduce a una rabia que se desahoga en el auto-maltrato, única vía de escape que conocemos… (pensamiento, palabra, obra y omisión, como los pecados).
Otras, solo es como un peso que se posa en la boca del estómago y a la par estrangula parte de mi garganta, y pesa y duele ese hueso largo que une el cuerpo en el centro del pecho.
A veces nubla la vista.
A veces es abrazo desde atrás, buscando ser consuelo.
Y hay un punto hondo, oscuro, denso, donde rabia y tristeza se dan de la mano… y todo se vuelve espeso como un bicho oscuro y negro, que lo envuelve todo, crece y palpita, late, como si tuviera vida propia… y simplemente dejo de mirar.
Y pasado un rato mi cuerpo se destensa, pero no se relaja.
Y una sola imagen me sostiene, y me ayuda a respirar, calma el desasosiego como una caricia.
Una foto, que nunca existió, fruto de mi necesidad y de mi imaginación.
Un dibujo con una sola silueta, un solo contorno. Un árbol, mi yo adulto y mi niña interior sentada en mi regazo, en un solo trazo, mi espalda perdida en parte del tronco y mi niña perdida entre mis brazos…
Sonia Goyeneche

