Todo era percibido de una forma nueva.
Los viejos esquemas de pensar y actuar basados en la falsa identificación con el cuerpo, al haber perdido su concreción, carecían ya de cualquier soporte.
Progresivamente se fue haciendo más presente y menos conceptual.
Fui discerniendo más y, aunque no hiciera ningún cambio voluntario, muchas de las cosas que habían ocupado un lugar en mi vida anterior desaparecieron.
Había sido seducido por nombres y por formas que me había esforzado en poseer y alcanzar, pero con esta reorientación de la energía apareció un nuevo orden de valores.
No debes interpretar esto como la adopción de algún nuevo tipo de moral.
Nada fue añadido ni rechazado. Simplemente, llegué a tener conocimiento de la «claridad», y este conocimiento se vio acompañado de una espontánea transformación.
Mi maestro me explicó que esta luz, que parecía venir de fuera, era en realidad la luz reflejada por el Sí mismo.
En mis meditaciones, fui visitado por esta luz y atraído por ella, lo que me proporcionó una gran claridad en el actuar, el pensar y el sentir.
Mi forma de escuchar se hizo incondicionada, libre del pasado y del futuro.
Esta escucha incondicionada me condujo a una actitud receptiva y cuando me familiaricé con la atención, ésta quedó libre de toda expectativa, de toda volición. Me sentí instalado en la atención, en una apertura en plenitud a la conciencia.
Posteriormente, una noche acaeció un cambio completo en el Paseo Marítimo de Bombay. Estaba observando el vuelo de los pájaros sin pensar ni interpretar, cuando fui completamente arrebatado por ellos y sentí que todo sucedía en mí mismo.
En aquel momento me conocí conscientemente.
A la mañana siguiente, al enfrentarme con la multiplicidad de la vida diaria, supe que me había establecido en el ser-comprensión.
La imagen de mí mismo se había disuelto completamente y, libre del conflicto y de la interferencia de la imagen del yo, todo lo que ocurría pertenecía al ser-consciente, a la totalidad.
La vida fluía sin la interposición del ego. La memoria psicológica, placer y displacer, atracción y repulsión, se había desvanecido.
La presencia constante, lo que llamamos el Sí mismo, estaba libre de repetición, memoria, juicio, comparación y valoración.
El centro de mi ser había sido espontáneamente impulsado desde el tiempo y el espacio hacia una quietud intemporal.
En este no-estado de ser, la separación entre «tú» y «yo» desapareció por completo.
Nada aparecía fuera. Todas las cosas estaban en mí, pero yo ya no estaba en ellas.
Sólo había unidad.
Me conocí en el acontecer presente, no como un concepto, sino como un ser sin localización en el tiempo y el espacio.
En este no-estado había libertad, plenitud y alegría sin objeto.
Era pura gratuidad, agradecimiento sin objeto. No se trataba de un sentimiento afectivo, sino de libertad respecto a toda afectividad, una frialdad cercana al ardor.
Mi maestro me había dado una explicación de todo esto, pero ahora se había convertido en una verdad resplandeciente e integral.
JEAN KLEIN
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