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¿INSTRUCCIONES PARA VIVIR? (Simone)

Siempre me he creído inacabada y, por ello, necesitada casi con urgencia de unas instrucciones claras para vivir con “normalidad” como el resto de las personas. Siempre me ha parecido complicado responder a lo que me iba llegando, más allá de si lo consideraba justo o injusto. Supongo que muy pocas veces he sido consciente de que parte de esa dificultad provenía de un querer acertar con las respuestas correctas, porque no me fiaba de que yo supiera atinar. No sentirse suficientemente buena no es algo ajeno en mí. Aunque hoy casi puedo afirmar que es algo aprendido, lo que me da un cierto respiro, porque hoy sé que no soy ni mis ideas ni mis pensamientos.

Pero durante mucho tiempo, quizá demasiado, temía no estar acertada, estaba demasiado acostumbrada a los reproches que siempre, siempre, te llevan a creer no solo lo equivocada que una está, sino que esa vez ha sido la peor, siempre es la peor; y esto se repite muy a menudo. Así que me he peleado mucho con el deseo de acertar y con la petición, a gritos y entre susurros, de unas instrucciones.

Siempre he creído que las reglas del juego, que es la vida, cambiaban de forma demasiado arbitraria, sin tenerme en cuenta, y solo me llenaban de confusión. Así que siempre he buscado, y de alguna manera sigo esperando, ese milagro de encontrar unas instrucciones, unas claves para vivir. Durante demasiado tiempo he creído que el problema era mío. Y lo es.  Pero me equivocaba al enfocar la dirección a la que apuntaba: las dichosas creencias limitantes, esa sensación de no ser suficientemente… buena, lista, inteligente, abierta, libre.

Hasta ahora me he topado con muchas ideas en muchos libros y consejos bien intencionados. Es curioso cómo, con la realidad de los demás, siempre sabemos qué es lo acertado y qué es lo mejor para el otro, sin ni siquiera vivir ni caminar unos pocos minutos en sus zapatos. Pero nunca he conseguido integrar nada de esos consejos ni en mi persona ni en mis rutinas, con lo que solo se han quedado como palabras bonitas vacías de sentido profundo. Algunas me venían grandes, otras demasiado chicas y otras, sin más, no encajaban en este rompecabezas incompleto que somos todas las personas por dentro.

Hoy siguen tentándome todas las reseñas de libros que invitan a descubrir ese “milagro” de saber vivir, o de esa felicidad inmensa, o de ese vivir en plenitud casi como si fuera un regalo que una se encuentra de pura casualidad. Con el tiempo voy aprendiendo a ser más justa, más generosa conmigo misma y a distanciarme un poco más allá de la dichosa creencia que no deja de repetirme, quizás cada vez más bajito, que sigo sin ser “bastante”. Sinceramente, siento que cuando una de esas creencias limitantes anida en una, se acomoda de tal manera que es muy difícil eliminarla, porque cuando crees hacerlo busca cualquier resquicio y, como la mala hierba, asoma de nuevo para instalarse. Eliminar de raíz una creencia de estas, una sola de ellas, supone poner en pie todo el suelo bajo los pies que nos sostienen. Y no es tarea fácil ni cómoda. El vértigo es grande y la falta de seguridad bajo los pies desborda y descoloca.

Así que no queda más que aceptar y reconocer esa creencia limitante. El esfuerzo de no dejarme enredar por sus mensajes y de no poner mi atención en ese tipo de ideas y en este tipo de creencias es un ejercicio cotidiano, con sus idas y sus vueltas.

Casi, casi, cuando estaba rindiéndome a dejar de buscar algo milagroso y espectacular, me he topado en una de esas casualidades curiosas con “El arte de vivir con sencillez. 100 enseñanzas de un monje Zen para vivir lo cotidiano”, un librito chiquito, nada espectacular, casi de bolsillo.

Los primeros consejos leídos aleatoriamente me fueron ayudando a descubrir que cuidarse a una misma pasa por tratar bien cuanto me rodea, que dejar las zapatillas de casa bien puestas al salir de casa no es cuestión de obsesión sino de respeto, que ordenar la mesa de estudio cada vez que dejo de trabajar es preparar la acogida para la próxima vez que me siente.

Cada mañana una página… siempre dibuja una sonrisa porque parece escrita para mí, como si alguien estuviera mirándome por encima de mi hombro y fuese capaz de escribir a la vez que despierta en mí una necesidad. Y en medio de mi caos acertar o no, deja de ser la primera preocupación y baja en la lista un montón de puestos; no desaparece, pero pierde todo su poder.

La sencillez de los gestos se vuelve caricia y mimo, y el respeto suaviza el miedo y la rabia. Entonces, solo entonces, las palabras y los consejos dejan de ser teorías más o menos bonitas y pasan a integrarse.

Cambiar simples ideas por experiencia permitidas conscientemente. Cuanto más aprendo a mimarme así, más me abro a levantar la vista, a la sensación de unidad de nada separado.

Y lo que durante mucho tiempo fue dificultad, hoy es alimento consciente para mi comprensión.

Y cuanto más alimento mi comprensión, más posibilidades tengo de descubrir en lo cotidiano qué es eso de elegir hoy la vida y vivirla con pasión.

Quizás este librito no es tan diferente a otros, ni es más especial ni tampoco es milagroso. Quizás, como otros de esos libros escritos para el espíritu y hasta que una no se sitúa ahí, las palabras solo caen mansamente, como lluvia, pero no llegan a empapar la tierra que somos porque una no está en su sitio.

Gracias a Shunmyo Masuno por ayudarme a descubrir, en lo chiquito, los secretos de una felicidad bien entendida: eso de estar bien a pesar de que “algunas cosas” pinten mal porque la vida no es una línea recta, está llena de curvas.

Gracias.

Simone