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LA SOLEDAD NO PUEDE HACERME DAÑO (Simone)

Cada día en silencio, si estoy atenta y doy oportunidad, descubro un detalle que me ilumina una poco más este túnel largo y estrecho por el que llevo demasiado tiempo transitando de forma inconsciente.

Hoy, domingo, he descubierto que es de las primeras veces que el estar sola no me hace daño. Y ha sido toda una sorpresa. Una grata sorpresa.

Sé que en muchos momentos eso que llamo Soledad me hace sentirme insegura, a veces caprichosa, a veces huyo e intento camuflarla bajo bollos o gominolas. A veces me descubro triste, profundamente triste; y otras veces la rabia me atrapa y es como si tuviera una estufa por dentro,  y todo me arde.

Pero ya no me hace daño.

Ahora solo queda aprender a mantener esa sensación de desolación lejos de mis antenas, de mi forma de entender lo que me pasa.

Durante demasiado tiempo ha sido un filtro por el que he tamizado todo cuanto ocurría a mi alrededor. Durante demasiado tiempo le he dado no solo permiso sobre mi, sino le he concedido un poder que va más allá de lo soportable. Durante demasiado tiempo he dejado que la Soledad tuviera forma, una forma muy parecida a una jaula.

Durante demasiado tiempo…  Es una historia que viene de viejo.

En tiempos fue elegida la soledad como una forma de castigo velado.

Y nunca me resistí. O eso creía yo.

Creo que nunca me había atrevido a mirarla de frente, o por lo menos nunca a fondo. Siempre vivida como algo malo. Algo no deseable. Siempre esperé que se transformara en otra cosa y dejara de sentir el vacío hondo y profundo que nunca conseguía llenarse con nada. Y mira que me esforcé en no estar nunca en silencio: la tele que entretiene atontando, la comida en exceso, los caprichos sin fin que calmaban la ansiedad, aunque solo era por un rato, un rato cada vez más corto.

Pero nada me bastaba, nada calmaba el hambre que la Soledad me generaba por dentro, todos los días y todas las noches.

Por las noches los fantasmas sin nombre, sin rostro, asomaban por una esquina y agudizaban los sentimientos de angustia que me oprimían por dentro, con esa sensación de estar atrapada en una jaula, con barrotes estrechos. Las noches siempre son largas y oscuras.

Durante demasiado tiempo…

Pero durante este confinamiento, al volver cada día a casa sola, era como si se hubiera colocado un espejo enorme. Y cada día al cerrar la puerta me veía sola; las puertas cerradas a veces no protegen, a veces exponen demasiado. Me veía sola con todo el peso que traía conmigo. Y me he resistido, he llorado, he fingido que no estaba ahí, he pataleado… Estos días se ha potenciado la convivencia conmigo. Y no había dónde escapar.

Y el silencio me ha mirado, y me he sentido mirada.

Aislarme de fuera me ha hecho mirarme diferente en ese espejo enorme… Y me he mirado… Y me he visto.

Y tras la puerta de mi casa, al cerrarse, quizá por primera vez la Soledad no es que haya cambiado en sí, pero sí el trasfondo de lo que me dice.

En el espejo está mi imagen, yo misma. Y toda mi historia, y mis creencias, y mis prejuicios, y lo que tantos han dicho sobre la Soledad.

En silencio, en quietud, lo que se ilumina o lo que se me muestra es que quizá la soledad es la única manera de estar con una misma. De forma consciente. Es una forma de relacionarme conmigo misma, un tanto novedosa, por lo menos para mí.

Y no espero que las cosas cambien de repente. Ni dejar de sentir miedo o tristeza… Pero cerrar la puerta de casa al volver de trabajar ya no es un castigo, no es permanecer en una situación no elegida.

El camino que se abre pasa por reconciliar la experiencia de odiar mi casa y mi historia con mi presente, con mi ser mujer adulta, sola.

Y el camino se abre y eso significa que no se cierra.

Descubrir que estar sola no puede hacerme daño no me libra de sentirme sola, pero me enseña a mirarme como una grata compañía… también para mí.

Simone