Inicio > Blog > LOS CUADROS. Primera experiencia de la vida completa (Isabel Garrido)

LOS CUADROS. Primera experiencia de la vida completa (Isabel Garrido)

Platja de Sant Joan 30 de abril 2014.  4,00 a.m.

Mirando un cuadro

Estoy despierta y despejada ya, despabilada y sin sueño pienso que es buena hora para escribir.

Empiezo por recordar la visita al Museo de Bellas Artes de Bilbao para ver la exposición del pintor Mikel Díaz Alaba, este mes de abril. Era jueves, día 10. Me dirigí a la sala donde exponían sus cuadros, creo que eran todos de arte abstracto. El arte abstracto sencillamente no lo entiendo, pero me atraen los colores.  No capto lo que quieren reflejar los artistas, dicen que su interior, sus pensamientos, será. Así que en realidad no sé lo que me impulsó a ir.

Estaba “examinando” uno de ellos con toda atención, y de repente, cuando iba a alejar la mirada, comenzó a emanar, desde un rinconcito, una escena del amanecer con los reflejos del sol y su claridad imponiéndose en el mar y en la atmósfera. El sol destellante, aún no visible, extendía sus rayos por el agua hasta llegar a las orillas de la playa donde descansaban unas barcas, típicas de pescadores.

Parpadeé incrédula, aparté la vista y bajé los ojos pensando que qué imaginación tenía, y los volví a clavar en la esquinita del cuadro: el sol, sus rayos, el mar y la playa y las barcas seguían allí, sin desaparecer. Era un paisaje tan relajante y lleno de color y vida que hasta mi respiración se calmó. Como esta estampa tan solo ocupaba una pequeña parte del cuadro, me atreví a recorrer con la mirada el resto y comencé a ver dibujos difuminados que se iban haciendo cada vez más nítidos conforme me fijaba, como imágenes sucesivas que van brotando unas junto a otras.

Tenía la boca abierta por el asombro y paseé agitadamente mis ojos por la sala para ver si había más visitantes por allí que fueran a acercarse hasta donde estaba yo, miraran el cuadro y vieran lo que yo veía. Pero no, ninguno puso cara de tener una aparición repentina y pasaban de un abstracto a otro, sin más. Así que permanecí donde estaba un poco envarada.

Los dibujos surgían multiplicándose por todo el cuadro: gentes sencillas de clase humilde, alegres, que hablaban entre sí relajadamente o jugaban pacíficamente a las cartas; también personas solas, vestidas con ropajes antiguos, leyendo, paseando, mirando el paisaje. Cuando alcanzaba a distinguir sus contornos claramente, se iban perfilando en sucesivos recuadritos más paisajes, bosques, árboles, casas, caminos sin fin que se perdían en la lejanía, pueblos a vista de pájaro, iglesias, castillos, niños felices con sus madres de la mano; ríos y ensenadas, más playas, siempre con el agua clara, mansísima. El sol blanco se reflejaba en las aguas, y llegaban sus rayos hasta mí que estaba en la playa y siempre, siempre había barcas; la gente montada en ellas ayudaba a subir a los náufragos cansados y temblorosos que se acercaban tras la dura lucha contra una mar agitada que no se veía desde la playa. Tantas más escenas con personas mirando al mar desde acantilados, observando puestas de sol y cursos de ríos, caras esperanzadas y serenas, sonrientes, confiadas. Absolutamente todo tan debidamente proporcionado y con un colorido tan real… El cuadro del pintor desaparecía…

Llegó la hora de cerrar el museo, había pasado toda la tarde mirando esos cuadros fijamente, con intensidad, tenía los ojos cansados y la cabeza y la respiración pesadas. Me percaté de que mi cuerpo había adoptado posturas estrambóticas e incómodas sin yo notarlas. Simplemente me había quedado clavada en el suelo delante del cuadro, olvidada la noción del tiempo.

Suspirando profundamente, embargada por el misterio y la emoción y como saliendo de un trance me arranqué de allí, tenía que cenar algo, se me había abierto el apetito perdido desde hacía meses e incluso años. Esa noche dormí bien, descansé feliz, serena.

Al día siguiente me presenté en el museo, decidida a comprobar si los cuadros tenían trampa: todo lo del día anterior se volvió a reproducir exactamente. Pinturas bajo la pintura original que desaparecía. El tiempo se me antojó ingobernable, se esfumó. La calma, el sosiego, la felicidad me volvieron a inundar y mi cuerpo se volvió ingrávido, diríase que estaba flotando suavemente, balanceándome. Era algo tan hermoso y relajante… respiraba con lentitud sin darme cuenta de que lo hacía, hasta me pareció que no respiraba en absoluto. El aire limpio inundaba mi interior y yo me rendía ante la hermosura de lo que contemplaba; volaba, estaba siendo transportada por algo que no veía. Toda esa amalgama de visiones y sensaciones los producía un cuadro de 1,50 x 1,50 m.

Seguí en el museo hasta que de nuevo me acució el hambre.

Por la tarde en casa, aún más atónita y temerosa que el día anterior, me dediqué a reflexionar. Me pellizcaba, sacudía la cabeza a los lados, me lavaba la cara con agua fría, me duchaba, quería que esa experiencia vivida saliera de mí. Era una fantasía, una mala jugada de mi imaginación, no podía ser real. Allá en el interior, muy muy en el fondo, intuía que era verdad, que sí lo era.

Dejé un tiempo de margen antes de hacer una nueva constatación y tras varios días regresé: nada cambió, lo oculto se mostraba en la superficie e incluso me sucedía lo mismo con diferentes pintores cuyos cuadros formaban el fondo del museo. Y así sigue la cuestión veinte días después. ¿Acaso no pintan los artistas encima de sus viejas pinturas? Es posible, nada raro, explicación sencilla.

Me disgusté conmigo misma, tendría que ponerme un castigo por imbécil.

Para alejarme de todo decidí aceptar la invitación que me habían hecho de pasar unos días en esta playa de Alicante. Los pensamientos que me atronaban tenían que calmarse, mi mente necesitaba un descanso, mi cuerpo estirarse y mi respiración acompasarse.

Platja de Sant Joan, uno de mayo de 2014 / 4,10 am.

Otros cuadros.

Esta tarde me voy a dar una vuelta por el Museo de Arte Moderno de esta ciudad a ver qué sucede.

Estoy de vuelta un poco mareada. Se ha repetido; lo que me sucedió en Bilbao sigue sucediéndome aquí: mil escenas pequeñas en un cuadro.

Esta vez los artistas eran de la época del impresionismo, casi todos valencianos. Me paraba delante de sus pinturas conteniendo la respiración, temerosa, al rato me daba cuenta de que estaba inhalando el aire profunda y fuertemente, a veces entrecortadamente, por la emoción, siempre al ritmo que despedía cada escena que se presentaba ante mis atónitos ojos. Me los frotaba, cambiaba bruscamente de posición, de postura y de cuadro para comprobar que no era debido a la reflexión de la luz sobre los aceites o los barnices, pero los dibujos adquirían más relieve o menos según me acercara o alejara, llenos de color y vida. Me estaba obsesionando, mi mirada se volvió escudriñadora, no quería más superposiciones de pinturas. Me he negado a ello y me he ido, enfadada conmigo misma, no sin cierta añoranza.

Lo cierto es que llevo unos meses sufriendo una serie de transformaciones en mis pensamientos y conducta, he practicado el ayuno, procurado ser amable. Durante toda la cuaresma he acudido diariamente a algunos actos religiosos de mi parroquia, ¡hasta me he confesado después de cuarenta años!: – “Padre, hágase la cuenta de que durante estos años me ha dado tiempo para transgredir todos los mandamientos excepto el de matar” – “Ego te absolvo in nomine Patris, et Filii et … ”-“Amén”.

No encontré en ello lo que necesitaba o no sabía qué buscaba. Tenía miedo de los continuos cambios que se estaban operando en mí, mi intención era asirme a una roca para seguir siendo yo. De adolescente creí en Dios. Le llamé por ver si estaba y siento que me ha contestado, lo cual me ha dejado sin habla, con palpitaciones del corazón, mariposas en el estómago, casi los mismos síntomas que un ataque de ansiedad excepto que no lo es.

Cuento todo esto porque no quiero que se me olvide el proceso que estoy sufriendo y porque pienso que todo el mundo ha de tener la oportunidad de cambiar y porque este, digamos, camino es para todos, no importa quién se sea o cómo se sea ni la cultura que se tenga. Así se me presenta todo esto. Tampoco importa si se tiene dinero o no, si se está enfermo o sano, si se es alto o bajo, guapo o feo. Si se cree en Dios o no se cree. No hay distinciones ni exclusiones.

La piel se me está volviendo ultrasensible, el tacto suave, los dedos tienen carga de electricidad. Mis oídos y mis ojos se han agudizado, mi memoria se intensifica; los colores se han vuelto más intensos, todo lo veo más hermoso y amable. Hasta he recuperado el apetito y el gusto por la comida y cuidarme. Las tareas mecánicas y repetitivas me proporcionan libertad de pensamiento y la tranquilidad necesaria para meditar. Una transformación cuya razón no me explico.

Siento que alguna clase de amor emana desde dentro de mí y quiere proyectarse a los demás, no sé cómo sacarlo fuera; deseo paz y armonía a todo el mundo y que sientan esta especie de unión con la naturaleza y con los aconteceres que ahora experimento.

Por esos parajes me he movido, sigo moviéndome y no me he perdido, quizás trastabillado.

Ahora mi corazón salta. Me alegro de que esta experiencia sea para todos, de que todo el mundo pueda experimentarla, estaba preocupada.

Mañana iré a Valencia a visitar el Museo de Sorolla, que me encanta.

– “Espero encontrarte allí”, – se lo digo a lo de arriba, a lo de abajo, a lo de por todos los lados. Ella/Él/Lo, ya sabe, es lo que andaba buscando.

Isabel Garrido