¿Cómo conciliar los estudios yóguicos académicos con la visión tradicional india?
A partir del siglo 19, la India y sus textos han sido motivo de atracción y análisis para el mundo académico occidental (alemanes, ingleses y franceses a la cabeza), si bien, en general, se trataba de acercamientos puramente intelectuales, por personas que no profesaban ninguna religión índica y que, en ocasiones, ni siquiera habían pisado suelo indio.
Por tanto, la confusión o incluso la condescendencia con mirada etnocéntrica es muchas veces explícita en el trabajo de aquellos indólogos pioneros. A la vez, gracias a ellos la indología se convirtió, en algunos países, en parte del programa universitario otorgando un prestigio a la tradición índica que, a su manera, fomentaría la todavía incipiente difusión del yoga.
En el siglo 20, por otra parte, la actitud académica hacia la India fue cambiando en conjunción con las nuevas críticas de “colonialismo” u “orientalismo”, dejando para la posteridad la obra fundamental de grandes estudiosos con un enfoque más respetuoso y abierto.
Como una progresión natural de este proceso, el siglo 21 nos presenta una nueva figura que es el estudioso-practicante, es decir, la persona, generalmente con grado de doctorado, que investiga en los centros universitarios y, al mismo tiempo, practica cierta filosofía o método índico (yoga, budismo, vedanta…), entiende perfectamente el sánscrito, viaja regularmente a la India e incluso habla alguna lengua vernácula.
El hecho de “tener un pie en cada barca” les otorga la ventaja de conocer desde dentro su objeto de estudio y, por tanto, ser capaces de interpretarlo con mucha más claridad y empatía que alguien no practicante. A la vez, el mundo académico –aunque trate de yoga– se rige por el método científico materialista, por lo que las conclusiones a las que se llega a través de la tan mentada rigurosidad objetiva chocan, con frecuencia, con la versión de los hechos que transmite la tradición india.
Por ser materialista, el paradigma académico es también historicista, es decir, que otorga prioridad a los datos históricos como evidencia para comprender la realidad. Desde esta perspectiva, si no tenemos una fecha, un nombre, un texto o un evento medible que lo pruebe, entonces no podemos decir que algo haya existido. Cuando hablamos de la historia del yoga, los estudiosos buscan pistas en lo que en inglés se denomina “cultura material”, o sea, la realidad manifestada en objetos, utensilios, restos arqueológicos, arquitectura, arte y, sobre todo, en los textos escritos y sus referencias internas, que es lo que técnicamente se llama filología.
La civilización índica, por su parte, que posee una concepción diferente del tiempo, nunca se ha preocupado especialmente por datar los hitos de su historia según el criterio moderno. Desde este criterio, unos textos no serían necesariamente anteriores a otros, sino que, incluso de forma simultánea, presentarían la realidad desde diferentes planos, que serán recibidos en función del nivel de entendimiento de cada oyente.
Otra manera de exponer esta postura sería argumentar que, si una enseñanza yóguica es beneficiosa y atemporal, ¿qué importa cuándo fue dicha?
Entonces, por un lado, tenemos eruditos de los estudios yóguicos del siglo 21, muchos de ellos también practicantes, que a través del análisis y la interpretación de textos están desmenuzando enseñanzas o ideas que se han dado por supuestas desde hace tiempo y que para la tradición del yoga son eternas, o al menos perdidas en la noche de los tiempos.
En el otro rincón del cuadrilátero, la tradición india, además de no prestar especial atención a los datos históricos lineales, tiene un factor determinante que es su carácter oral. La escritura en manuscritos de hojas de palma se introdujo de forma gradual en la India hace alrededor de dos mil años, pero antes de eso la trasmisión de las enseñanzas y de los textos se hacía de forma puramente oral y de memoria. De hecho, las técnicas mnemotécnicas de la India antigua son todavía hoy motivo de admiración y estudio.
Siguiendo esta línea, la propia tradición considera que la ausencia de pruebas en un texto escrito no es, de ninguna manera, motivo suficiente para deducir que esa enseñanza o hecho no existieron, pues se da por sentado que la transmisión fue de carácter verbal dentro de la exclusiva relación maestro-discípulo, que se postula como una cadena ininterrumpida de conocimiento. Si innumerables sabios y yoguis del pasado, y también del presente, coinciden en ciertas ideas y dicen haber experimentado los mismos resultados, ¿por qué no habríamos de creerles?.
Como siempre que se presenta una dicotomía, existe también la posibilidad de matizarla en busca de un punto medio. Para empezar, la tradición índica no está en contra del estudio académico sino, en todo caso, de su enfoque materialista, ya que ella misma posee una rica y milenaria tradición de debate filosófico y exégesis textual. Justamente, la medida para saber si un texto espiritual o filosófico de la India es tenido en alta estima consiste en sopesar cuántos comentarios y subcomentarios se le han hecho por parte de las grandes figuras de la historia.
En este sentido, las pruebas textuales abundan, lo cual no significa que no haya contradicciones entre ellas o ausencias pues, como es lógico, la realidad siempre será más vasta que sus registros materiales, una posibilidad que también los académicos tienen en cuenta, aunque no sea el derrotero que más les interesa.
Una vez una hormiga fue a una montaña de azúcar. Comió un grano y se llenó el estómago. Cargando otro grano en la boca emprendió el regreso a su hormiguero. En el camino pensó envanecida: “La próxima vez me llevaré a casa la colina entera”. Esta historia tradicional sirve para ilustrar las limitaciones y la arrogancia del intelecto, que a lo sumo podrá cargar con ocho o diez granos de azúcar, pero nunca toda la montaña. Como decía el santo bengalí Shri Ramakrishna:
“La abeja zumba hasta tanto no se posa en una flor. Pero queda silenciosa cuando comienza a libar la miel”[i].
En este artículo, que está hecho sobre todo de zumbidos, abogamos por un posicionamiento menos analítico y más inocente, no en el sentido de ingenuidad sino de pureza; es decir, tratando de desentrañar el misterio no solo a través del examen racional y sus preconceptos, sino también guardando silencio, cuando corresponde, ante el néctar que nos aporta la experiencia.
Naren Herrero (Hijo de vecino)