Algunos sabéis que hace unos años murió mi padre, con quien tenía desde niña una relación muy especial: yo era su “princesa” y él fue quien me enseñó a querer. Y así como me hizo infinitos regalos en vida, también su muerte, que para mí supuso como es natural una pérdida importante, la pérdida más importante que he vivido nunca, también vino con regalo. También al morir me hizo un regalo mi padre. El regalo de darme cuenta, de forma sentida y vivida, a lo largo de los años desde que murió hasta hoy (este aprendizaje me sigue acompañando y tengo la sensación de que seguirá acompañándome hasta que yo misma muera), de que la muerte alcanza al cuerpo y la psique, pero no al Espíritu. Al principio, cuando recién murió, veía a mi padre en mí, en mi cuerpo y forma de ser, en el de mis hermanos… en las vivencias con él que atesoraban sus familiares, alumnos, compañeros y amigos. Él estaba en el interior de todos nosotros. Ahora, lo siento dentro y fuera, lo siento presente en mi vida diaria, acompañándome, cuidándome y guiándome cada día. Mantengo una relación espiritual con él y lo siento más cerca que nunca, más, incluso, que cuando estaba vivo. Descubrir de forma vívida esta relación espiritual tan concreta, a la que me ha abierto la muerte, ha hecho que me y nos vaya sabiendo y sintiendo cada vez más Espíritu. Ha hecho que se ahonde mi experiencia de que la Vida cuida de nosotros (sin negar los palos propios de la vida, que todos conocemos y que son muy reales; pero siento que, en esos palos, la Vida no deja de cuidarnos).
En medio de esta vivencia de las cosas, hace un par de semanas, murió el hermano pequeño de mi padre, mi padrino, para quien lo más cercano a hijos fuimos sus sobrinos y quizá, especialmente, yo por ser su ahijada. Él ha sido muy importante en nuestra vida, sobre todo en nuestra infancia y juventud: ha estado muy presente y hemos compartido muchas experiencias con él, ha cuidado mucho de nosotros. Era el tío divertido: el joven, el disfrutón, el de los viajes a esquiar, la música a todo trapo, la comida rica, la marihuana y el alcohol… (Por supuesto, ha muerto, como es costumbre en la familia de mi padre, por una adicción, en su caso al tabaco). Y su muerte ha venido también con un valioso regalo, en realidad, con dos. El primer regalo ha sido cómo ha caído en mí la noticia de su muerte: con la tristeza por su pérdida, con la gratitud de haberle conocido y haber vivido tantas cosas juntos, y con la celebración de sentir que, si bien ya no podré abrazarlo ni charlar con él porque su cuerpo y su psique han perecido, su Espíritu está más vivo y más cerca que nunca (una celebración no teórica, sino muy viva, muy real). El llanto por su pérdida está sostenido por una sólida Calma y una dulce Alegría. Y esta bella experiencia es, para mí, un don que se me concede, de forma gratuita.
El segundo regalo que me ha traído la muerte de mi padrino es una sabia nostalgia que me hace ir a la casa familiar y reparar en tantas vivencias acontecidas ahí que ya no van a volver, en tantos años compartidos que quedan ya sólo en la memoria, en el pasado que permanece atrás… Una nostalgia que me habla de lo perecedero de toda vivencia, que me hace tomar conciencia sentida de la impermanencia de todo: “Todo pasa, todo muere… Y yo también moriré.” Es como si la muerte de mi padrino me abriera a iniciar el duelo por mi propia vida. Y en este duelo que empiezo, también lloro mi mortalidad sobre el suelo de la Vida en mí que no termina. Últimamente, cuando contemplo algo bello (un paisaje, o escucho una canción que me mueve…), se despierta en mí una conmovedora tristeza por saber que tendré que despedirme de esta vida y este mundo que amo. Y es curioso que este amor a la vida y la conciencia sentida de su impermanencia se presentan juntas y a la vez. Ayer precisamente decía una consultante: “La muerte me conecta a la vida”.
En el Coraje de ser, se refiere Mónica Cavallé al “sentimiento de vulnerabilidad que acompaña a la conciencia de la impermanencia de todo lo existente”. Este sentir claro y hondo ha aflorado con la muerte de mi padrino: la conciencia de que toda vivencia pasa y se acaba, que todo lo vivido con él ya no volverá, que mi infancia y juventud ya fueron, que yo misma moriré… Ha emergido en mí una dulce y despierta nostalgia que me hace inclinarme ante la vida.
Esta es la oportunidad que nos brinda cada muerte que presenciamos: la de tomar conciencia de la condición mortal de todo lo vivo y de una misma. Y, en esa conciencia, la realidad de la muerte nos norta: nos ayuda a distinguir lo importante de lo que no lo es y nos devuelve a la realidad, remitiéndonos al día de hoy.
Es asombroso cuán acertado es eso que hemos leído en los filósofos griegos: se aprende a vivir aprendiendo a morir. La conciencia del final de la vida hace que reparemos en su naturaleza real, que es finita. Sólo así la vemos como es de verdad. Sólo así la vivimos como es de verdad. Y la aceptación de su finitud, que nos atraviesa a cada uno, nos lleva a desaferrar lo que no es el día de hoy, nos lleva a honrar el hoy tratándolo como un tesoro; nos lleva a entregarnos a este día. La medida del valor de la vida se alcanza al reparar de forma sentida en su caducidad.
Al despedirse, de alguna forma, en vida, de la propia vida (es decir, al desasirla), se da una soltura, una libertad, una confianza: “Ya puedo vivir tranquila, porque asumo que moriré, que perderé lo que algo en mí desea, que es vivir para siempre, no desaparecer el cuerpo y la psique; acepto perder en ese punto, y desde ahí, ya sigo tranquila”. Y desde ahí, lo que hay es un sencillo vivir al día (consciente de que hay algo mortal en mí, con el aroma de lo no mortal en mí).
La conciencia de la fugacidad de toda experiencia nos lleva naturalmente a remitir a cada día su afán. Esa disposición humilde y confiada por la que no tratamos de solucionar el ayer y el mañana, sino que vamos a la faena del hoy. Me gusta mucho esa intuición que tan lúcidamente se describe en el libro citado: cada situación y cada día nos ofrecen los recursos y las luces para lidiar con ese reto. No tenemos la capacidad antes y después, sino a cada paso. Y esta convicción da mucha paz. ¿Y si mañana me entra un cáncer? Ahora no sé, no puedo afrontar algo que no existe, pero la ‘yo’ del futuro verá, sabrá o aprenderá. Es la confianza en la sabiduría contenida en el presente: todo presente viene con unas instrucciones de uso orgánicas a las que sólo se puede acceder en ese momento por medio de la escucha de ese presente, de la Vida ahí.
En este sentido, cada experiencia aceptada contiene un regalo, incluso una experiencia de disgusto. En esta gracia que cada presente concede, la vida está de nuestra parte, porque somos formas de la Vida. Si le damos la espalda a la vida tal y como se da en este momento, entonces nos negamos el acceso a la sabiduría contenida ahí. Si nos abrimos a ella (lo cual equivale a abrirnos a nosotros mismos), entonces hace aparición ante nuestra conciencia ese rico despliegue de lucidez, vitalidad y amor.
Teresa Gaztelu