Basta un año de meditación perseverante, o incluso medio, para percatarse de que se puede vivir de otra forma.
La meditación nos concentra, nos devuelve a casa, nos enseña a convivir con nuestro ser,
nos agrieta la estructura de nuestra personalidad hasta que, de tanto meditar, la grieta se ensancha y la vieja personalidad se rompe y, como una flor, comienza a nacer una nueva.