(Tras leer un libro sobre kintsugi, el arte japonés de la herida).
Un primer paso es romper con la imagen que tenemos de nosotras y nosotros mismos, como si fuera un puzle y esparcir las piezas por encima de la mesa; imaginarme cómo me gustaría que quedara tras todo el proceso: decidir y elegir qué hacer y cómo hacer. Trabajo arduo y complicado… porque no dejan de salir creencias personales por cualquier resquicio.
Que yo sepa, de momento, he sobrevivido al 100% de las peores pruebas en las que me he visto envuelta. Y sigo aquí, consciente de que respiro, aquí y ahora.
No basta con pensar bien en una misma un ratico. Hay que indagar y bajar a los subterráneos para limpiar y airear esas pequeñas y grandes culpas en las que me he visto en vuelta y atrapada durante demasiado tiempo. No me importan los porqués. Solo airear y darme cuenta.
El segundo paso es otra vuelta de tuerca más, apretar un poco más la maquinaria: aceptar. Así, como suena. Recuperar, reconocer, mirar cada cosa con honestidad. El pasado fue y no hay forma de cambiarlo. De nada sirve el qué habría hecho hoy. Porque hubo un hoy y no hubo ni mayor capacidad ni mayor oportunidad. Es como poner a la luz la sombra sin pretensión alguna, sin intención alguna. Solo poder mirarlo; que a veces es lo primero para poder aceptar. Lo que no puedes mirar, lo que no ves, lo que no sabes nombrar no puedes pretender que pase a la columna de lo aceptado, tan solo lo hace en término de creencia y no de vivencias.
Aceptar las heridas y la impermanencia de la vida, nunca se juega en creencia alguna.
¡Aceptar! Y a una solo le queda suspirar, un respiro largo y profundo, pero uno solo. Respirar es otra cosa.
Tercer paso, esperar. Y llega la sorpresa. ¿Qué tengo que esperar?
Quizá tiene que llegar la compresión para intentar encauzar todo… quedarme en intentar entender es esfuerzo inútil y efímero, lo eterno llega con la comprensión honda, sencilla, profunda que se da. Solo se da. Acontece. Sucede.
Cuarto paso, ¿No hacer nada y esperar? Pero no es un simple esperar.
Lo que una tiene que aceptar, antes que nada, es aprender a abrazar lo que una se resiste abrazar; tiene que empezar por aprender a acariciar, con mimo, con cuidado, con cierta ternura.
Quinto paso. El quinto paso es dar forma y remarcar cada paso, es aprender a iluminar para que nada pase desapercibido. Una herida no es una simple cicatriz, ni el recuerdo de un dolor por muy vivo que esté. Es un mapa. Un mapa de por dónde una transita para sobrevivir, para salir a flote, para seguir viva y consciente. Desdibujar y volver a dibujar a tu manera, en la memoria, los rostros del dolor y las lágrimas, para dar paso a algo nuevo que nos remita a la Vida que somos, más allá de lo que en apariencia asoma.
El sexto y último paso es aprender a contemplar. Aprender a contemplar lo imperfecto desde una posición distanciada pero no separada. Aprender a recordar en su justa medida. Vivir liberada que no librada, vivir sin ataduras al pasado, incorporando al presente lo que un día fue y no se quiso o no se llegó. Es vivir dejando de tener apartados no transitados o prohibidos en nuestras entrañas.
No olvidar que solo son pasos y que el orden es importante, o no; que lo único que importa es que al principio, al final y en medio, una pueda acariciar, abrazar y mirar con ternura lo que es, aunque en apariencia tan solo parezca un cacho de pasado.
En todo este proceso se les olvida a los japoneses hablar de la paciencia.
Los japoneses ponen oro en las cicatrices de sus vasijas rotas. Yo no tengo oro. No tengo más que paciencia, que a veces es escasa; Quietud, que a veces va y viene; Silencio (que a veces no deja de gritar o quejarse) pero es lo mejor, lo mejor que la vida pone en mis manos de forma consciente (aunque a veces me empeñe en negarlo).
Sonia Goyeneche