Una se puede preguntar siendo adulta a quién hay que pedir permiso.
A veces me pregunto para qué cosas, hoy en día, sigo necesitando que me den permiso… ¿A quién tengo que pedir permiso para vivir? ¿Para respirar profundo, para guardar silencio o para hablar? ¿A quién tengo que pedir permiso para dormir tranquila?
¿Quién me dará el permiso para ser feliz?
¿Quién me dará permiso…?
La infancia es la época de la vida en la que una aprende a situarse en el mundo y a relacionarse con él, a través de lo que puede, le dejan, o no, hacer en sus rutinas.
Aquí es donde los padres en primer lugar nos traspasan su visión del mundo, de lo que es peligroso, las primeras creencias y toda una serie de conceptos que, seamos conscientes o no, nos acompañarán el resto de nuestra vida. Después irán llegando más adultos que saben más, que ya aprendieron… que seguirán modelando la forma de mirar, de sentir, de expresar de cada cual. En esta época dependemos de la suerte para saber con qué cartas contamos y con cuáles solo soñaremos si tenemos, de nuevo, suerte. Muchas serán siempre desconocidas.
Así que de niños soñamos con ser adultos para no tener que volver a pedir permiso para nada… Pero tan solo es una ilusión.
Porque, por una parte, una convivencia sana siempre va a conllevar unas normas y, por lo tanto, unos permisos. Y por otra, tantos años de peticiones han creado dentro de cada una un personajillo lleno de autoridad que con más o menos acierto nos acompaña el resto de nuestra vida.
Solo el silencio y la quietud, comprendernos en profundidad, va a iluminar el hacer y deshacer desde esta «autoridad» que llevamos instalada en nuestra mente y en nuestras entrañas.
Podemos convencernos de que es solo una ilusión, pero en seguida nos llenamos de excusas o justificaciones para no darnos cuenta del boicot personal que nos supone seguir obedeciendo a las creencias instaladas. Frases como “yo soy así” o “no hay que dejarse llevar por los deseos”… solo esconden nuestro miedo a la libertad, a la autonomía y a soltar lo conocido, que siempre, siempre, nos da seguridad.
Saber que uno de nuestros personajillos es esta autoridad aprendida nos llena de confusión. La mente, además, lo protegerá siempre. Después de todo ella lo creó.
Yo también tengo este personaje dentro, y tiene el poder que le concedo, que siempre le he concedido. Y es mucho… Tengo la sensación de que en la misma proporción que el miedo.
Hoy soy consciente de que me permito las posibilidades y las oportunidades solo desde su criterio. Un criterio un tanto temeroso, desconfiado, ñoño e infantil.
Pero conocerlo no es deshacerme de él. Ni siquiera la comprensión me libra de él. Esta solo me invita a la convivencia y a negociar. En mi caso sigo negociando. Sé que ha habido tiempos en los que convivir se ha hecho complicado, que hemos tenido fases de rebeldía y pataletas ñoñas, como cuando era niña, por fases de negociación creyendo ganar sin ser consciente del precio que pagaba, por épocas de dejarme llevar y otras de no preocuparme… Pero cuando una cata, aunque sola sea como una caricia, un roce…, la libertad… algo cambia por dentro.
Hoy soy consciente de que esa libertad llegó a mi hace un montón de años. De manera curiosa, en forma de un beso de buenas noches, en el que veladamente se me daba permiso para dormir tranquila. Y simplemente lo dejé pasar.
Hoy vuelve a mi memoria para recodarme que los permisos no vienen de fuera, ni de la parte mejor aprendida de una, que librarse no es lo mismo que liberarse y que aprender a convivir con una misma requiere de valor y esfuerzo.
Hoy me desvela que solo viviendo presente, en el presente, conectada con mi cuerpo y con la energía que unifica, puedo lidiar con ese personajillo al que he dado tanta autoridad y al que me cuesta verdaderas peleas retirarle el permiso… Y demostrarle que el silencio y la quietud hoy son aliados mejores que tanta creencia que sólo genera carencias.
Sonia Goyeneche