Recuerdo que, hace unos años, un conocido terapeuta con el que solía charlar me dijo: «El mejor psicólogo de España, después de mí, eres tú». Con ello mostraba gran confianza en sí mismo, y más aún en mí, que no he cursado estudios de ese tipo.
Ciertamente, no todo el mundo que se forme como terapeuta logrará serlo, en el sentido de tener una capacidad innata para ayudar. Y, a su vez, hay personas con los oficios más diversos que son psicólogos naturales, porque con su sola presencia uno se siente mejor y sale inspirado del encuentro.
Son seres que te ayudan a pensar, a entenderte y a confiar en la vida.
No me atrevería a decir que soy uno de esos, pero ciertamente son muchas las personas que me cuentan su vida. Cuando se trata de amigos o personas muy cercanas, las atiendo encantado. De hecho, me gusta más escuchar que hablar, leer que escribir. Eso es paradójico en alguien que ha escrito un centenar de libros (muchos bajo otros nombres) y que tiene actualmente como principal trabajo dar conferencias y charlas.
Sin embargo, esa vocación espiritual está también ahí. Soy desatento y desastroso en muchas cosas, pero lo mejor de mí sale a menudo cuando una amistad está en verdaderas dificultades.
Por supuesto, hay limitaciones en esta labor. Uno puede ocuparse de su tribu inmediata, no del grueso de la humanidad. Cada día me llegan más de cien correos, y buena parte son de lectores o de personas que me conocen por algún curso, conferencia o podcast. Si su mensaje es corto (ese es el secreto para que alguien muy ocupado te conteste), máximo 4-5 líneas, hago lo posible por contestar.
Si es una larga parrafada, lo más probable es que no llegue a responder nunca. Y no por desinterés, que conste. Lo archivo con la intención de decir algo más adelante, pero enseguida llegan un centenar de correos más y queda enterrado junto con mis buenas intenciones.
Es una cuestión numérica fácil de entender. Si dispongo de una o dos horas al día para todos esos correos, y la mitad son de trabajo y debo contestarlos por fuerza, me queda quizás media hora para el resto. Si es una pregunta que puedo contestar en línea y media, lo hago. Si es una confesión de vida o una larga explicación, me resulta imposible. De hacerlo, dejaría otras diez personas sin atender.
Volviendo a los psicólogos naturales, para mí el mejor terapeuta sin título es sin duda Álex Rovira, aunque se dedique poco a esto. Mientras preparábamos Homo Solver, plasmamos los dos objetivos que, en una conversación, él me decía que deben alcanzarse en terapia: 1) Ayudar a la persona a averiguar qué quiere, 2) Darle permiso para que lo haga.
En ocasiones, sin embargo, lo que uno atiende es el miedo profundo de alguien a que algo suceda. En estos casos, lo que yo hago es aplicar el pesimismo positivo. Bajo ese paraguas entraría el Worst Case Scenario de los anglosajones (¿Qué es lo peor que podría pasar?) y el sutil arte de que todo te importe una mierda, de Mark Manson, que se enfoca en ver lo bueno de lo malo.
Combinando ambas estrategias, que son complementarias, puedes atacar el miedo paralizante de alguien y despertarlo para que actúe de forma proactiva.
Si ayudas a alguien a ver lo peor que puede pasar, como si fuera ya un hecho, muy probablemente descubra que el mundo no termina ahí. La vida continúa sin esa pareja, sin ese trabajo, sin ese dinero que has invertido de forma irracional, o cualquier cosa que hayas perdido. Es más, la pérdida te permitirá ver cosas (de ti y del mundo) que de otro modo habrían permanecido ocultas.
Asumido lo peor que puede pasar, vayamos ahora a los beneficios.
Que te deje una persona de carácter difícil, por ejemplo, libera una energía tremenda que hasta ahora tenías secuestrada. Que te echen de ese trabajo que, en el fondo, no te gustaba, es la patada en el culo que necesitabas para intentar hacer «lo tuyo». Si luego no sale bien, siempre podrás buscar otra tarea que te haga infeliz.
El verdadero problema de quien no ve más allá de su drama personal es que deja de contemplar las posibilidades infinitas que nos ofrece la vida. Si eres capaz de ayudarle a «cascar el huevo», como decía Hermann Hesse en Demian y, olvidándose por un momento de sus heridas (todo el mundo tiene las suyas, nadie es especial por sufrir), atreverse a mirar afuera, las cosas se van a ver muy distintas.
Como dijo una vez Marx, aunque parece un aforismo más propio de un maestro zen: «El granero se ha quemado, por fin puedo ver la luna.»
Francesc Miralles