Las ideas son estupendas, ya lo he dicho, pero aquí estamos hablando de un trabajo de autodescubrimiento que consiste en buscar qué soy yo realmente y llegar a vivir eso que soy de un modo directo, inmediato, pleno. Para eso, las ideas son siempre un estorbo. El único bien que nos pueden hacer es darnos a entender su propia relatividad, su propia impotencia, su propia inadecuación para conducirnos a esta realización.
Estamos confundiendo nuestra realidad con la idea de nosotros y no ha de ser así. Yo soy una realidad interior con una capacidad de conocimiento, pero una cosa es esa capacidad de conocimiento y otra muy distinta el conocimiento formulado. El conocimiento formulado es ya una fórmula, es decir una forma, un producto. Pero yo no soy nunca nada de esto, por lo tanto no soy ninguna idea. Cada vez que me agarro a una idea, esa idea no es verdadera; es errónea y mala respecto a lo que es la verdad y el bien de mi realización interior, de mi descubrimiento directo.
Y como me estoy confundiendo con la idea de mí, miro a todo el mundo según la idea que tengo de mí, trae consigo que lo que va a favor de esta idea, las personas que la afirman, las que van en la misma dirección, las considero como mis amigos, los buenos, los que valen; mientras que los que van en contra son los indeseables o no gratos. Y por el hecho de vivir pendiente de esta idea de mí, necesito apoyarme en las ideas de los otros, y en las ideas de las cosas.
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Pero ¿por qué depender tanto de definiciones, de ideas? Porque estamos lejos de vivir lo que es nuestra nota fundamental, nuestra melodía interna, nuestra propia realidad y necesitamos apoyarnos en las burbujas exteriores. Por eso necesitamos catalogar, cuadricular, ordenar todo nuestro mundo exterior, lo que, a su vez, nos impide percibir nada de lo real del mundo. Hay personas que ven una flor, pero no saben disfrutar de ella. Aunque eso sí, necesitan inmediatamente saber cómo se llama y qué valor tiene.
Me lo decía un día un gran músico, un gran concertista: «Cuánto sufro por conocer tanta música, porque me estorba, me dificulta. Cuando oigo música en vez de abrirme a ella, se me impone el automatismo interior de comprobar el ritmo, el tono, la instrumentación, la ejecución, de comprobarlo todo, y esto me impide gozar la música de manera directa e inmediata». Fíjense, eso que para otros es precisamente lo que les gusta de la música, él lo veía como un impedimento. Observemos lo que pasa en los conciertos; muchos de entre los entendidos, aunque por suerte no todos, necesitan estar mirando a ver qué tal se ejecuta un compás que es muy difícil o un cambio de tiempo. Se pasan todo el rato examinando algo, tomando notas, medidas, haciendo todo menos saborear la música directamente dejándola resonar dentro para vivirla, para que nos conduzca a vivir una vez más el centro de donde surge toda la música.
Quien dice la música, dice cualquier cosa. Estamos necesitando apoyarnos en las ideas, en definiciones y esto nos aleja de lo que es la vida que hay detrás de las formas, el impulso directo, la realidad central. En resumen, esa tendencia que tenemos, ese hábito a que nos hemos acostumbrado de apoyarnos en la idea de nosotros mismos es de graves consecuencias porque nos impide descubrir la vida de un modo directo e inmediato. Automáticamente hemos de tomar ya como punto de referencia las ideas. Y son siempre una representación, algo de segunda mano, a no ser que uno las viva directamente desde los planos superiores.
Antonio Blay Fontcuberta. “Plenitud en la vida cotidiana”. Ed. Cedel 1981