La experiencia de meditar con los árboles, hoy, además de llenarme de paz o de luz me pone en contacto con esa vida que late bajo mis pies.
Rozar un tronco y sentir el latido de la vida es curioso, pero sobre todo es alucinante, sobrepasa cualquier palabra de sorpresa y admiración.
Solo puedo sentirlo con mi mano derecha, pero me recorre como si fuera electricidad, como si fuera una gota que se cuela, que transita cada parte de mi cuerpo, incluso aquellas zonas oscuras que nada dejan que penetre.
Solo con una mano.
Al principio me cabreó que solo fuera así, que la izquierda no tuviera nada que hacer, pero pronto descubrí que la experiencia solo se desparrama cuando se cierra el círculo y una se conecta a tierra; conectarse a tierra es poner atención en lo que ocurre entre esos hilos invisibles que unen nuestro cuerpo con la tierra desnuda.
Captar la vida desde la altura de la mano, sin agachar el cuerpo, no es tarea fácil; no ocurre hasta que mi mano derecha siente el latido en las yemas de los dedos… Entonces, solo entonces, entre el respeto y la libertad, entre el reconocimiento de las fortalezas y las debilidades de mi lado izquierdo, en profundo silencio… la palma de mi mano recibe una especie de empujón y succión a la vez; y solo entonces puede dibujarse una sonrisa, solo entonces lo pleno se hace presente y desaparezco… Ya no hay ni lado izquierdo ni lado derecho, el “somos” recobra sentido y profundidad. Y no hay más.
Es una sola realidad, y me siento conectada.
No siempre fue así. Me costó llegar, costó buscar el lugar pero, sobre todo, costó encontrar el momento, ese instante cuando una deja de estar partida, cerrar los ojos, respirar, y en cada inspiración saberme entera, saberme una… Y simplemente desaparecer, porque nada permanece, porque nada es para siempre, porque somos efímeras como una simple nube que desaparece con la brisa o con un rayo de sol.
Simone