La vida no parece tener sentido. Dura como el asfalto y llena de sufrimiento, sobre ella crece, sin embargo, la belleza en los recovecos del absurdo.
La pregunta por el sentido de la vida ha sido recurrente en la travesía del pensamiento occidental. Dos mil años después, manida y exhausta, la pregunta da síntomas de agotamiento y empieza a atisbarse una respuesta que siempre quisimos esquivar: quizá la vida no tenga un sentido fijo. Aceptar el absurdo de la vida, su sinsentido, es difícil, pero el reto yace en encontrar la belleza que crece, silenciosa, en el alfeizar de la vida, en la carretera de nuestra existencia.
«Dios ha muerto. (…) Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo nos consolaremos, asesinos entre los asesinos?». Así anunció Nietzsche la muerte de Dios en La gaya ciencia. Su significado, la pérdida de todo un sistema de valores y de creencias, fue devastador. El vacío que dejó condujo a la irrupción del nihilismo, al ascenso del totalitarismo durante el siglo XX y a las mayores atrocidades cometidas por el hombre. Y ahora ¿Cómo encontrar sentido en un mundo que, a primera vista, se muestra frío, caótico y misteriosamente absurdo?
Como bien postuló Nietzsche, gran parte de lo que acontece en el mundo es fruto del azar. El movimiento rige el transcurso: las personas vienen y van, el presente se vuelve pasado y el pasado cae en el olvido. Nos movemos en un mundo solitario que nos es ajeno y parece movido por aquello que el escritor francés Albert Camus denominó «el absurdo». Incluso el Ser se escapa de nuestro propio entendimiento: al arrojar luz sobre el origen de nuestros deseos, Freud, uno de los filósofos de la sospecha, mostró sus ambivalencias y su densa oscuridad.
Hay algo, sin embargo, que desbanca al pensamiento, que lo deja inservible, y que nos abalanza sobre el vacío: el sufrimiento. Cuando sufrimos la traición, el engaño, la infelicidad o la enfermedad, la existencia se vuelve intolerable. Puesto que no creemos en un mundo mejor y eterno después de la muerte, nos vemos abocados a buscar con desenfreno algún modo de justificar nuestra existencia en este mundo y, puesto que solo tenemos una, de hacerla no solo soportable o llevadera, sino agradable y placentera.
Nuestra cultura ha sabido cómo hacer de esta búsqueda un auténtico mercado: libros de autoayuda, coachings o vídeos motivadores. Pero, en este caso, el quehacer filosófico debe guiar al hombre no para encontrar sentido a la vida, puesto que carece de sentido objetivo alguno, ni para imponérselo, sino para enseñarnos a vivir pese a la falta de sentido, en el amplio espacio del absurdo.
Haruki Murakami, autor japonés y eterno candidato al Nobel, ha construido sobre ese espacio del absurdo toda su literatura. En ella, Murakami nos muestra la abrumadora capacidad que tiene el mundo de sorprendernos en medio del caos y la aleatoriedad. En Flor y nata, uno de los relatos que conforman la antología Primera persona del singular, un joven emprende el camino hasta «lo alto de un elevado promontorio en Kobe» para acudir a un recital de piano.
Sin embargo, al llegar a la cima, no ve rastro del recital. Cansado e inmerso en la decepción, se sienta a descansar. En ese momento se le aparece un anciano que habla de un círculo con varios (o infinitos) centros, es decir, una figura incongruente e imposible. Cuando el joven se vuelve a girar, ya no hay rastro del anciano.
El joven se queda pensando sobre el círculo, metáfora de lo absurdo, de los acontecimientos incomprensibles que nos sobrevienen a diario y de nuestra innata necesidad de buscar respuesta a lo que quizás resulta inexplicable. «Cuando me sucede algo —reflexiona el joven— me acuerdo del círculo y pienso, por un lado, en todo aquello inevitable, fútil y banal que acontece con descaro y azarosamente en nuestra vida».
Si bien intentar racionalizar el absurdo y darle explicación resulta una tarea inútil y sin fin, una tarea que gira sobre sí misma de forma circular, aceptar plenamente el espacio que nos cede el absurdo nos brinda un enorme lugar de sensaciones. Sensaciones que, por cierto, los griegos menospreciaron y atribuyeron al mundo aparente de Platón y que siglos más tarde Nietzsche reivindicó como único mundo real. Pero el mundo material y sus sensaciones nos sugieren que, pese al sufrimiento, quizás seamos capaces de contemplar las flores hermosear en primavera, meciéndose al viento.
Pese al sufrimiento, quizás disfrutemos de los cálidos rayos de sol en una tarde de verano. Pese al sufrimiento, quizás quedemos fascinados por el brillo de unos ojos, de una mirada o por el tacto de una mano y conozcamos el significado de la ternura. A esto se refirió Emil Cioran cuando escribió en sus Cuadernos, reivindicando el absurdo y, naturalmente, jugando con la dialéctica: «No soy un pesimista, me gusta este mundo horrible».
Abrazar la vida terrenal y a nosotros como eternos extranjeros y partícipes de ella es un modo de burlar la falta de sentido. Abrirse al mundo de la experiencia y al devenir no es desdeñar la importancia y la valía del pensamiento, sino señalar sus límites. Al preguntarnos por el origen de los acontecimientos, de nuestras dichas y de nuestras desgracias, pronto llegamos al abismo que supone la aceptación de nuestra ignorancia y a la falta de respuestas para las grandes preguntas.
Encontrar consuelo en un vaso de leche fría con azúcar, en los abrazos que se dan con demasiada fuerza o en una hermosa pieza musical es, ante todo, un ejercicio de suma modestia y apertura. Los mejores poetas comprendieron esto, pues el cuerpo poético nace de este mismo impulso de apertura y de una búsqueda desaforada por lo verdadero. En el poema Vida, Alfonsina Storni escribió:
«Es que abrí la ventana hace un momento y en las alas finísimas del viento me ha traído su sol la primavera».
Abrir la ventana al mundo es un modo de que entre la luz.
Tomado de Omnia in uno