“Tomar conciencia plena del momento”. Cada vez lo leo con más frecuencia, como consejo para estar atenta a la realidad y al momento presente, y os propongo leer este trocito de un capítulo del libro “Yo soy un cuenta cuentos” del uruguayo Julio Decaro. A mí me ayudó a encontrar pequeños despertadores o avisos externos para conectar con mi estar presente en lo cotidiano.
“Para aquellos que no la conocen Spotify es, seguramente y desde hace años, la plataforma musical más conocida en el mundo, con millones de canciones en su base de datos. Aquellos que utilizan sus servicios pueden escuchar, tanto a sus artistas favoritos, como explorar nuevos a través de las recomendaciones de la red.
Hace quizás un par de años soy usuario de estos servicios en su versión gratuita.
Al menos para mi nivel de exigencia, todas sus emisiones tienen muy buena calidad de sonido y la variedad de canciones clásicas y modernas es amplísima por lo que, de manera general, estoy muy satisfecho con el servicio. Sin embargo, no todas son flores.
Con la intención de que los escuchas opten por la versión llamada «premium», es decir, la versión paga, aleatoriamente y en el momento menos esperado, cuando uno está escuchando la música que le gusta, ponen una canción con un ritmo totalmente diferente, a mucho mayor volumen, de manera que sea imposible no percibir el cambio, y la acompañan de propaganda de esta versión a la que algunas veces le agregan comerciales de otras empresas o productos.
Para colmo de males los textos son infames y relatados a gritos por locutores juveniles con voces y acentos ridículos y disonantes. Cada vez que aparece, esta microtortura dura aproximadamente un minuto, y luego retoman la emisión de la música que uno ha seleccionado.
Las ventajas más significativas de la versión premium son la posibilidad de escuchar sin conexión a Internet luego de haber descargado las canciones deseadas y, la más importante, por supuesto, la ausencia de las indeseadas interrupciones y comerciales que acabo de describir.
Aunque entiendo perfectamente el derecho que les asiste de intentar que todos sus oyentes pasen a la versión paga, hasta hace muy poco me resultaba muy molesta, y hasta irritante, la forma elegida.
En realidad, no tratan de persuadir sobre la conveniencia del cambio de categoría, sino de molestar hasta que uno se harte y diga: «Basta, me rindo, pago la versión premium».
Contrario a sus pretensiones, esta maniobra operaba en mí como un estímulo a mi resistencia y rebeldía, y la incluí como un campo más dentro de mi estrategia general de decirle no al consumismo.
No se trataba de que no pudiese pagar lo que esta versión cuesta por mes; lo había transformado en parte de un juego, una apuesta a quién aguanta más o, si se quiere, hasta en una cuestión de honor. «No les voy a dar el brazo a torcer», me decía cada vez que las penosas interrupciones aparecían.
Sin embargo, como todo lo que resiste persiste, mi testarudo comportamiento no aliviaba la molestia que me provocaba y, lejos de acostumbrarme, seguía percibiendo los comerciales con total nitidez y desagrado.
Hace unos cuantos días atrás, mientras escuchaba Spotify, estaba leyendo uno de los libros de Thich Nath Hanh, un maestro zen vietnamita postulado al Premio Nobel de la Paz, con quien tuve el gusto de hacer un retiro de una semana en los EE.UU. en el año 2006. Este libro trajo a mi memoria esos días de retiro porque relata en detalle un procedimiento que tuve la posibilidad de experimentar, por primera vez, en aquella oportunidad.
En cualquier momento del día, ya fuera durante una de las largas caminatas en silencio, durante el almuerzo o incluso en medio de una de las charlas de Thay, se escuchaba una campana o, como dicen en esa comunidad, alguien invitaba a sonar una campana. El sonido era un indicador para dejar de hacer lo que uno estuviese haciendo, inspirar y espirar dos o tres veces conscientemente, volver al aquí y ahora, y luego retomar lentamente la actividad.
Tanto en el libro como en el retiro, Thay sugiere que cada persona desarrolle sus propios despertadores, ya que ésta es la función del tañido de la campana. Propone tomar cualquier sonido de la vida cotidiana que nos recuerde volver al presente, y así lo he venido haciendo durante estos años.
He utilizado como despertadores las campanas de la iglesia cercana a donde vivo; el silbato que usan los obreros de la construcción de un edificio a los fondos del mío que suena a las 7, 12, 13 y 17 horas; el zumbido de la cortadora de césped y la sopladora de hojas de los que cuidan el parque frente a mi casa; el sonido del teléfono así como alarmas de autos y casas, bocinazos, sirenas de ambulancias o de carros de bomberos y el ruido de los camiones recolectores de los contenedores de basura.
Aunque pueda parecerle una lista un tanto exagerada, en mi experiencia, es necesario renovar permanentemente los llamadores, ya que después de un tiempo dejan de funcionar. Ahora, gracias a Spotify tengo uno nuevo.
Mientras estaba leyendo y divagando en mis recuerdos del retiro sonó una de las desagradables interrupciones y en ese instante decidí incorporarla a mi lista de despertadores. Cada vez que la escucho dejo de hacer lo que me encuentre haciendo, inspiro y espiro conscientemente tres o cuatro veces, aflojo toda tensión de mi cuerpo y disfruto de la unidad de mi ser. Cuando la propaganda cesa, retomo renovado mis actividades.”
Hoy sigo buscando mis pequeñas alarmas. El sonido del horno o el final del estruendo del patatero cuando estoy en el trabajo. La notificación de un mensaje en mi móvil…
Y aunque no es sonoro, también me devuelve al instante presente el visualizar una hora curiosa, como las 22:22, que no sólo me recuerda lo de respirar pausadamente, sino que suele dibujar una sonrisa tonta en mi rostro, a pesar del mal día que haya tenido o lo cansada que esté. Las cosas siguen igual después de la parada, pero por dentro siempre cambia algo.
¡Animaos a probarlo!