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ACOGIDO EN EL SILENCIO (Simone)

Cada día que salgo de trabajar tengo sentimientos contradictorios. Por un lado, me siento privilegiada por tener un papel en la cartera, en pleno confinamiento, que me da permiso para deambular por las calles de una manera responsable. Y por otro lado la responsabilidad me pesa; tengo a veces la sensación de estar haciendo algo malo, algo contrario a lo legal… ese dichoso papel empieza a pesar de otra manera. Llevar un salvoconducto en la cartera no me da paz, me pesa.

Mi mente, caótica algunas veces, es sumisa y obediente la mayor parte de las veces, y ahora se siente un tanto perdida al ir contra lo normal. Mi mente, que ha preferido siempre quedarse al margen o ser del montón, ahora es diferente y se sale de la norma. Y esto también pesa. Y tensa.

Y soy consciente de que me repito, con voz tranquila y un poco bajito, que los chicos del Centro necesitan comer cada día. Y no me olvido de eso. Y soy consciente de que esto siempre me ha ayudado a centrarme, y ahora más que nunca esta idea me da más fuerza. Sé que llegar con el carro de la comida o la merienda en estos momentos es de las mejores cosas que les pasan a ellos, en su cuarentena forzosa, ellos que entienden bastante poco de virus y de medidas de protección.

Me sigue llamando la atención el silencio y el vacío de las calles. Me impresiona. Me sobrecoge. Y me abruma, me asusta, me tensa aún más. Porque no puedo contener la respiración todo el trayecto de la villavesa, si no, lo haría. Pero no por miedo a contagiarme, sino para hacerme invisible, para no sentirme tan sobrepasada y abrumada… ¡Puedo llevar el virus al Centro!

Una tarde me llamó la atención un cartel en un balcón: “El domingo mi hijo cumple 4 años ¿Nos ayudáis a cantarle el cumpleaños feliz a las 19:55? Gracias”.

Ese mismo día me llego la invitación a entrar en un grupo de meditación on-line. Y cada día, a la misma hora, personas conocidas y desconocidas nos juntamos en silencio, cada una en un rincón de su casa, y extendemos los hilos que nos conectan y no tienen capacidad ni de contagiar ni de contagiarse.

Cada atardecer, unas pocas personas más… 400, 500, 600 a eso de las siete en punto.

Y poco después, el silencio se llena de aplausos por los sanitarios, los policías…

Hace tiempo habría creído que el silencio se rompe con el sonido, con los ruidos, con las palabras. Hoy soy testigo de que tan solo se amplía su cobertura, su expresión, el silencio lo abraza todo, lo contiene todo…

Y aquel domingo, aquella tarde, en el silencio quedaron acogidos y recogidos tanto los silencios compartidos de muchas personas como los cuerpos aquietados de tantas otras, como algún que otro cumpleaños feliz dispersado entre los balcones, como algunas sonrisas tímidas, también alguna que otra lágrima… y muchos aplausos.

Y todo, todo… acogido en el silencio.

                                                                                                               Simone