Leía hace poco “El arte der ser” de Mónica Cavallé y encontré un párrafo sobre los “maestros espirituales” que me gustó mucho:
“No tienen la más mínima necesidad de reconocimiento, ni deseos ocultos de poder o de ascendiente moral.
No son autoritarios. No piden sumisión, rendición u obediencia. No debilitan la confianza del otro en sí mismo apelando a que, cuando discrepa, se resiste a la verdad. No le dan a entender que está sumido en el ego, o en el pecado original, e incapacitado para alcanzar por sí mismo y de forma independiente la verdad.
No se impacientan por el ritmo de los procesos de los demás, porque no están apegados al resultado de lo que hacen o dicen.
No ocultan sus defectos, sus dudas y su vulnerabilidad. Su integridad no es pretensión de perfección, pues carecen de la necesidad de representar el papel de seres humanos perfectos.
No buscan discípulos ni los retienen. No dan pie a que crezcan a su sombra los aduladores. No juzgan negativamente el hecho de que alguien se aleje, ni positivamente el que se acerque. Y a quienes se acercan no les restan el más mínimo ápice de autonomía en ningún ámbito de su vida; al contrario, la refuerzan y alientan. Potencian la libertad de movimiento de los demás, porque ellos la tienen.
Dejan que cada cual encuentre su propio camino y se alimente de sus propias respuestas, porque cada cual es el único maestro de sí mismo. Saben que, ante el misterio de la vida, todos somos siempre como niños y lo que fundamentalmente nos une es el no-saber”. (Mónica Cavallé “El arte de ser”)
Pensaba que en mi vida he tenido muchos maestros: mis padres, profesores, gentes diversas de grupos y organizaciones. Y se me hizo cercana la memoria de Bernardo Maisterra, un cura, un obrero, compañero, amigo durante años y que al final resultó ser para mí un maestro.
Os acordaréis de él muchas personas de Navarra. Vivió entre 1926 y 2009. Durante años trabajó como linotipista en una empresa de gráficas en Pamplona, a la vez que se sumaba como cura a la comunidad de San Cristóbal de la Txantrea.
La década de los 70 fue especialmente dura, a la vez que creativa, para la clase obrera, sus organizaciones y también para las parroquias del llamado “cinturón rojo” de Pamplona. Los curas de esas parroquias alzaban su voz ante la represión de las huelgas y reivindicaciones sociales.
Bernardo, que participaba de todo ello, se sumó a la famosa homilía que produjo multas importantes a quienes la pronunciaron y que acabó llevándole a la cárcel por negarse a pagar la suya. El 26 de abril de 1975 salía de Carabanchel. Conservamos la viñeta que salió en alguna prensa.
Cuando se jubiló del trabajo sintió una llamada profunda a la vida contemplativa. Soy testigo de aquel momento. Recuerdo cuando me lo dijo volviendo a casa de una de las muchas y largas reuniones de finales de los 80. Esa fue una gran lección. La vi como una respuesta a la famosa pregunta de si puede el ser humano nacer de nuevo.
Su andadura le llevó a grandes períodos de silencio y soledad en Murcia, en Aragón, también en Lerruz donde figuró como animador en el Mes de Nazaret eclesial julio 1987 de la Fraternidad sacerdotal de Foucauld, “El paso del Espíritu por la Vida».
Regresado definitivamente a Navarra, solicita al obispo poder utilizar la casa cural de un pueblecito cercano a Pamplona, pero rodeado de monte y al que se accede por una carretera pequeña que allí termina. De esta forma es nombrado párroco de Elía.
Fue muy querido por las 5 o 6 familias que allí vivían, a las que quiso tanto, y por quienes allí nos acercábamos buscando silencio y contemplación. Allí dispusimos una pequeña capilla, sencilla, con capacidad para 10 o 12 personas, así como algunas habitaciones con literas y una cocina con una mesa suficiente para reunir a quienes compartían el espacio en aquel momento.
La coqueta y bien cuidada iglesia parroquial daba cobijo a las celebraciones abiertas a todo el pueblo.
Allí compartimos muchas cosas y fui encontrando en Bernardo a mi primer maestro-no-maestro, es decir, un maestro que no se sabe maestro, ni mucho menos se arroga el título.
Allí escuché por primera vez el crujido, quejido, del los árboles en su quietud, cuando no se mueve viento.
Allí celebrábamos la pascua cada año un pequeño surtido de gente del extrarradio o del alero de la iglesia. Aún me resuenan los caballos y guerreros del Éxodo, el amor primoroso de Isaías y la naturaleza juvenil y desbordante en lo que llamábamos creación, vida a la vida, Jesús resucitado….
Allí cuando te acercabas a pasar unos días, Bernardo te mostraba tu cama y el cartel que anunciaba las pocas actividades comunes totalmente voluntarias: comidas y algunas celebraciones. Nada más. Estaba a disposición de todos, pero no imponía programa alguno.
Así Bernardo vivió ya hasta el final como un contemplativo, dedicando muchas horas al silencio. Lo recuerdo con su poncho y su banquito, sumido en la quietud y en la contemplación de lo que hoy llamamos Presencia, Nada, Plenitud, Unidad, Ser… y que para él se traducía en los brazos amorosos de un Dios padre/madre y de un maestro definitivo en Jesús de Nazaret.
Maestro-no-maestro, que dejaba entrever su vida a quien estuviera atento. Consejos pocos, cortos. Un día andaba yo en medio de una de esas crisis, seguramente de crecimiento, y me acerqué a preguntarle cuál sería el camino indicado para mí. Al rato me dijo: “Sigue haciendo lo que haces, pero cambia el corazón”. Y me recomendó como mantra «Dame un corazón nuevo…”. Añadió poco después: “Mejor Danos… para que no engorde el ego”.
Maestro-no-maestro, cuya meta era “estarse con Dios” y que pensaba que dormirse en brazos del padre era una gozada. ¡Entreme donde no supe y quedeme no sabiendo…! Qué bien se aplican estas palabras de Juan de la Cruz a Bernardo.
Maestro-no-maestro, aquel cura obrero que descubrió y vivió una mística encarnada y que, sin dejar el amor por su clase y su pueblo, llegó poco a poco, en silencio, sin ruido, a ser un “santo en zapatillas” de los que por aquí hemos conocido unos cuantos.
Maestro-no-maestro, descansa en el pequeño cementerio junto al atrio de la iglesia de Elía en una sencilla tumba en tierra, tradicional en el pueblo vasco y en la que se puede leer: “Bernardo, artzai ona”. Bernardo, sin más datos, buen pastor.
Maestro-no-maestro, buen pastor. Bernardo.
Maestro-no-maestro. Tan necesarios… Tan escasos.
Volvemos a leer el texto de Mönica:
“Dejan que cada cual encuentre su propio camino y se alimente de sus propias respuestas, porque cada cual es el único maestro de sí mismo”.
Jon Ander