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CORAZONES DE PLATA (Isidoro Parra)

                                   

Es Quito en tiempo de Navidad y corre el año 2009.

Recorremos el casco histórico, por abigarradas calles ocupadas por vendedores que ofrecen sus mercancías desde cada acera, para que todos los que pisamos esos suelos valoremos, desde el centro de la calle, las ofertas de cada uno de ellos.

Sumergidos en ese lento caminar, se agradece llegar ante cualquier iglesia, museo o monumento que abra huecos entre la multitud, que despeje algo de espacio para que nuestra mirada pueda llegar algo más lejos.

Nos hemos detenido ante la puerta principal de la Iglesia de San Agustín que, con sus portillos abiertos, invita a entrar al templo desde el que podemos acceder a parte del monasterio.

El edificio, levantado en el siglo XVII, nació de la mente de Francisco de Becerra.

Antes de pasar al interior de cualquier iglesia, siempre me detengo a mirar el hueco por el que voy a acceder a su interior, a la madera o el metal que lo protege y lo engalana. Las puertas de estos edificios me envían mensajes que me predisponen a lo que me voy a encontrar tras ellas.

Esta puerta, enclavada en el centro de la fachada neoclásica de la iglesia, me sorprende por la singularidad de tanto corazón plateado que recuerda la veneración al Sagrado Corazón.

Todos los corazones son del mismo tamaño, salvo el que sostiene la aldaba, también plateada, y su simétrico en la otra hoja de la puerta.

Cada corazón suda tres gotas de sangre que no bastan para redimir a los hombres y menos a sus actos. Sangre con llanto, pero sin poder reparador.

Deben ser corazones de ángeles caídos, sostenidos por alas que les hacen volar.

No puedo ver esos símbolos con los ojos de la fe. Por eso, esta imagen retiene mi mirada pero no concilia lo que veo con ningún pensamiento, irracional o racional.

En medio de esta reflexión, recuerdo los versos de Luce de Perón, ciudadana de Quito, mujer de mucha vida acumulada, con esa elegancia natural propia de los largos vestidos de seda de suaves y cálidos colores. Luce se preguntaba por qué había sangrado tanto si no había sangre ni herida.

Me pregunto el efecto que me producen las imágenes de corazones sangrantes, heridos, que quieren volar, pero están atrapados por el color opaco que cubre la madera de esta puerta y, claramente, preferiría ver sonrisas de bienvenida, manos tendidas, brazos que se abren para recibir, regazos en los que apoyar el cuerpo y descabezar un sueño reparador.

Los tiempos cambian y cuesta interpretar imágenes que nos llegan de épocas remotas, anteriores a los tiempos que nos ha tocado vivir: creencias, significados y misterios que nacen y perduran para provocar nuestras preguntas.

Isidoro Parra