Cuando se empieza cualquier cosa siempre se empieza despacio pero como si tuvieras mucha prisa, con ilusión… Y pronto descubres lo difícil que es mantener las ganas, sobre todo si no pasa nada, si nada cambia; porque parece más de lo mismo.
Cuando empecé con la meditación me pasó algo parecido. No pasaba nada. Lo primero que pensé es que no lo hacía bien, solo intentar silenciar la mente era un esfuerzo pasmoso y de lo más frustrante, apenas podía acallarme unos segundos… Mi mente era como si tuviera vida propia y funcionaba al margen de mí.
Pero no desistí. Di permiso a que mi intuición me guiara y tuve la suerte de toparme por aquel entonces con meditaciones guiadas de diferente gente: José María Doria, Enrique Martínez Lozano, Vicente Simón, Sesha… Y fueron abriéndome a la posibilidad.
Pero solo cuando acepté el miedo, el miedo que le tenía al silencio, que acepto cada vez que guardo silencio… miedo que me conecta con experiencias de dolor, soledad y rabia, solo cuando lo acepto, solo entonces deja de importarme que no pase nada.
Dicen que la meditación no libra ni libera, porque no hay nadie ni nada que liberar… Pero yo me siento más libre, quizás un poco de mi ego y quizás un poco también de mis miedos. Tengo la sensación de que el silencio me ayuda a soltar los lastres que arrastro desde siempre.
Para empezar a meditar todos coinciden en hacerlo desde el cuerpo, desde la respiración. Tomar conciencia del cuerpo: cómo estoy sentada, cómo soy sostenida al estar de pie, atenta a las sensaciones, al contacto… Tomar conciencia de mi respiración: un acto no voluntario, constante, que nos llena de vida y nos vacía casi en un instante.
Mi cuerpo. Una primera toma de contacto, que me hizo consciente de los obstáculos y resistencias, me hizo reconocerme alejada de mi cuerpo, como si estuviéramos reñidos, como si fuera más mi enemigo que mi amigo o mi aliado. Y me ha ido ayudando a reconocerlo como mi forma de expresarme, aunque cueste entenderlo. Prestar atención al contacto me posibilitó descubrir una palabra grande: ¡espaciosidad!
Pero no todo siempre es fácil. Prestar atención al cuerpo me ayudó a descubrir la presencia constante del dolor, del dolor físico, casi oír la queja durante mucho tiempo callada o escondida, ignorada… Y rompe mi frágil equilibrio y dispara mi mente. Y el miedo hace sonar todas las alertas… Y el movimiento surge como evasión, como huida pero también como resistencia. Solo cuando acepto que el dolor es y está presente como compañero, que no se va a ir, puedo soltarme de él… aunque solo a veces, y percibirlo como una parte, una parte de un todo, como un catarro… Pero si puedo observarlo, si puedo dejarle espacio… no me agarra, no me frena… aunque solo sea a veces.
Recuerdo con mucho cariño el día que mi cuerpo decidió dejar de luchar y se rindió, y quiso participar del silencio. Fue en Olza, una tarde de silencio… Y terminé sentada en una marquesina de autobús.
Siempre se dibuja una sonrisa en mi cara cuando descubro el efecto de sonreír en silencio y se relaja el rostro. ¡Qué sorpresa! Y cómo nos coloca o nos predispone. No hay forma de hacer una meditación afectiva sin ella, por lo menos yo no puedo, o no puedo a veces.
Y cuando durante el día me paro unos segundos para reconectarme con la profundidad que soy, la sonrisa siempre ayuda, aunque solo sea por dentro. Y todo se relaja o se aleja, no sé bien. Y ya no importa tanto el calor o el frío, o el agobio… aunque solo sea por unos segundos. Y pasan a segundo plano.
La última experiencia con el cuerpo ha sido descubrir al entrecejo como una caja de rabia, o saco, que encierra esa diminuta zona del rostro. Y en ello estoy, en ir viendo cómo relajar la zona. ¡Lo que cuesta! Incluso con la sonrisa puesta… Y lo que más ayuda es respirar, seguir respirando.
Tomar conciencia de mi respiración: el aire que entra, el aire que sale, las pausas… Nunca dejo de ser transitada por el aire. Sentir la respiración como una caricia. Una caricia que llega hasta cada una de las células de mi cuerpo. Una caricia amorosa de la vida. Una caricia que sustenta, que sostiene y alienta.
Simone