A quienes venimos de la tradición cristiana nos educaron en la oración como forma o manera de relacionarnos con Dios. Una relación personal que nos acompañó a lo largo de toda nuestra vida. Un Dios que era como nosotras y nosotros, cuando éramos niñas o niños. Jesús era niño: el Niño Jesús. Por aquel entonces a nadie se le ocurría que Dios pudiera ser niña. En la oración la parte femenina la ocupaba María, la madre de Jesús. Teníamos múltiples oraciones para poder dirigirnos a Dios, pero de todas ellas destacaba el Rosario, que solíamos rezar en la mayoría de los colegios y en muchas de nuestras casas fervorosamente. El mes de mayo era el mes cumbre para este tipo de rezos.
Ya mayores rezábamos a Jesús, a Dios Padre y al Espíritu Santo, que también fue una parte muy importante en nuestra relación con Dios. Siempre una relación personal con un Dios personal. La verdad es que era una relación entrañable, muy bonita y difícil de desprenderse de ella.
Cuando nos iniciamos en el camino de la meditación toda esta relación personal comienza a diluirse; no sabemos cómo pero algo, o mejor dicho Alguien, que ha sido vital en nuestra vida comienza a no serlo tanto. Ya no hay un Tú, tampoco un nosotras o nosotros. El elemento trascendente que poseemos y que se fundía en el Theos-Logos ¿a dónde va ahora? ¿A quién dirigirnos? ¿A quién rezamos? ¿Mis peticiones? ¿Las alabanzas? ¿El ‘mea culpa’? Bien es cierto que la modernidad ha conseguido suprimir todo esto en las nuevas generaciones. Pero era nuestra religiosidad, nuestro comodín ante los avatares de la vida; nuestra felicidad, nuestro consuelo, nuestra compañía.
¿Y ahora qué? ¿Qué hacer? El cambio es duro por la radicalidad que implica. Para empezar, hay que acallar la mente: no se trata de pensar, sino de todo lo contrario. No hay nada que hacer; las cosas ocurren de manera natural, no hay nada que pedir ni planear, no hay que salir a buscar, no hay santuario alguno, no hay lugar. El espacio, lo buscado inconscientemente, está en ti, en mí. No hay que hablarlo, ni pensarlo, solo se trata de escucharlo. Escucharlo en el Silencio. Como dice Ram Dass: “Cuanto más silencioso te vuelvas, tanto más has de escuchar”.
La respiración va a ser nuestra iniciadora en nuestro encuentro con el Silencio. Aprenderemos a fluir en este respirar. Inspirar, espirar, soltar. Accedemos a un estado de quietud para Ser. Ya no hay con quién dialogar o pedir, eso implicaría pensar; y como afirma Eckhart Tolle: “La libertad comienza cuando te das cuenta de que no eres el pensador. En el momento que empiezas a observar al pensador, de que no eres tú el pensador, se activa un nivel de conciencia superior”. Nos fundimos en el Silencio para Ser. Ya no hay que pedir perdón o sentirnos culpables. El Ser, el Uno, nos hace libres. El Todo presente en cada parte.
Te haces oración viviente, en ese meditar que haces en la Vida, en tu cotidianeidad, siendo consciente de ello, en el aquí y en el ahora. Ya no hay pasado y el futuro no ha llegado porque en el presente está la Eternidad.
Samuel