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EN TORNO A LA ESPIRITUALIDAD (Enrique Martínez Lozano)

Por decirlo brevemente, para nosotros, “espiritualidad” es sinónimo de “profundidad humana”, más allá de creencias, hábitos o tradiciones concretas. Lo “espiritual” se refiere, por tanto, a aquella dimensión profunda de lo humano que la sabiduría o filosofía perenne siempre ha tenido en cuenta. Y que, con frecuencia, se ha olvidado o incluso se ha desfigurado.

A veces se ha olvidado, porque se ha producido un fenómeno reduccionista de lo real, considerando como tal únicamente aquello que podía ser medido experimentalmente. A partir de esas premisas se produjo un desarrollo notable de la razón instrumental o pragmática, con todos los resultados evidentes en el campo de las ciencias y de la tecnología, pero a costa de un olvido de aquella otra dimensión profunda que cualquier ser humano experimenta en sí mismo, aunque solo sea en forma de anhelo.

En otras ocasiones, esa dimensión profunda –espiritual– fue objeto de apropiación o incluso secuestrada por la religión, con lo cual se produjo un equívoco grave de dolorosas consecuencias. Las religiones –en cuanto conjunto de creencias, ritos y normas– han constituido un “vehículo” a través del cual los humanos han querido dar cauce a su vivencia profunda. Sin embargo, al olvidar que eran solo construcciones humanas, se absolutizaron, hasta el punto de descalificar y condenar a cualquiera que discrepara. Sin contar el hecho de que, desde una perspectiva esencialmente exclusivista, cada una de ellas se consideraba a sí misma como la “única verdadera”.

Parece haber síntomas de que el tiempo de las religiones está llegando a su fin. Cada vez más se comprende que eran solo “mapas” que intentaban apuntar hacia aquel “territorio” que constituye lo que realmente somos, nuestra dimensión profunda.

Pues bien, cuando se superan tanto el cientificismo como la absolutización de la religión, nos hallamos ante una oportunidad única para “rescatar” con limpieza aquella dimensión que solemos designar con el término “espiritual”. Y podemos hablar de una espiritualidad que no es sino otro modo de nombrar la “profundidad humana”. Una espiritualidad que está más allá de las religiones, en la que podemos encontrarnos todas las personas, cualesquiera sean las diferencias entre nosotros. Se trata, en efecto, de una “espiritualidad sin adjetivos”, en la que todo ser humano puede reconocerse.

Tal como la entendemos, “espiritualidad” no es equivalente a “religión”, “religiosidad” o “piedad”. Pueden ser realidades no enfrentadas, pero ciertamente no son identificables. “Espiritualidad” no es tampoco “huida del mundo”, “rechazo de lo material” o “mortificación”.

Para empezar, nos parece muy importante clarificar que “espiritual” no es lo opuesto a “material” –habríamos vuelto a caer en el dualismo del que somos herederos y que ha tenido consecuencias funestas–, sino que lo abraza y lo trasciende en la no-dualidad que nada rechaza. Por eso, lo material puede ser exquisitamente espiritual. Y así se deduce de la siguiente presentación específica de lo que entendemos por “espiritualidad”.

De entrada, el término “espiritualidad” nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al “espíritu”. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro.

Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable.

Si rastreamos esa palabra en la tradición judeocristiana, hallamos algún dato significativo. En la Biblia hebrea, el espíritu presenta forma femenina: es “la Ruaj”, la brisa, “aleteo” de Dios sobre las aguas, soplo impetuoso que genera vida. Aliento, soplo, viento, respiración, fuerza, fuego…, con nombre femenino que habla de maternidad y de ternura, de vitalidad y de caricia.

Si Ruaj es femenino, su traducción griega lo convierte en el neutro “lo Pneuma”. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una Realidad que no solo trasciende el género (está más allá de la distinción sexual), sino también el concepto de “individuo” y hasta de “persona” (por definición, lo neutro no puede ser “personal”; en todo caso, transpersonal).

Con la traducción latina (Spiritus), el Espíritu se hizo masculino, y así ha llegado hasta nuestras lenguas modernas. Pareciera como si, con este cambio, volviéramos a sentirnos cómodos: finalmente, podríamos dirigirnos a él como una persona y en masculino. Eso casaba bien con nuestra conciencia egoica y patriarcal.

Si algo tienen en común todos esos nombres es que remiten a la intuición de un “principio vital” o “latido” (hálito, respiración), que se encontraría en el origen de todo lo que es. No es extraño que “Espíritu” haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la Divinidad, en cuanto Dinamismo de Vida.

Fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida, el espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, la Mismidad de lo Real.

Pero no como una “entidad” separada, sino como “constituyente” de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no-dualidad podemos ver, palpar y saborear al Espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias.

Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera “otra” realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.

Si entendemos por “espíritu” el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que “espiritualidad” es la capacidad de “ver” esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello.

En esta acepción primera y genuina del término, no hay todavía conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva –preconceptual– del misterio mismo del existir.

A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como “inteligencia espiritual”. Es ella la que nos permite intuir el Misterio y, simultáneamente, reconocer nuestra identidad más profunda.

Se suele decir que el “despertar espiritual” consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad.

La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia.

Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que “la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación”. Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: “La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él”.

A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos primeras conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino “modulaciones” o formas (mentales) específicas de aquella intuición original.

Textos basados en:

 Enrique MARTÍNEZ LOZANO, Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 2012, pp.33ss.

Enrique MARTÍNEZ LOZANO, La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009.