…un viaje de vuelta a casa.
Hace ya más de tres años estuve, poco más de una semana, de silencio con Emma Martínez Ocaña cerca de Madrid, en Los Negrales.
Aquel lugar, lo recuerdo con mucho cariño, en pleno agosto, fue un lugar de contrastes. Por un lado, un jardín de lavanda que llamaba la atención poderosamente y llenaba todo de paz: solamente con rozar con la punta de los dedos o con el borde de la camiseta se llenaba todo tu ser con aquella sensación de calma… ¡Allí la paz se tocaba! Y, por otro lado, había un secarral que daba pena. Tanto matojo seco asemejaba una zona rozando lo muerto, tan solo salvado, a mi parecer, por la belleza de los árboles… ¡Curioso conjunto!
En medio del secarral me topé con un laberinto dibujado en el terreno, con unas piedras que apenas levantaban unos centímetros del suelo, con las que lo máximo que podías hacer era tropezarte. A la entrada había un cartel en el que, si no recuerdo mal, te hablaba de un viaje, de un camino hacia adentro, hacia el interior de una misma. Hablaba de una experiencia, de un lugar de encuentro; te invitaba a transitar (qué bonita palabra) con atención, siendo consciente del momento, a caminar en silencio, con respeto, como si fuera tierra sagrada, como imagen de tu propio interior.
Cada mañana me acercaba despacio, esperaba mi turno, siempre a distancia, y respirando hondo comenzaba despacio… un paso detrás de otro… y para que mi mente estuviese en calma pronunciaba en silencio, a modo de mantra, “tú en mí… yo en ti… somos”. Y todo se llenaba de calma y de sentido.
Una de esas mañanas, casi acabando la semana, en medio del laberinto… “tú en mí… yo en ti…”, pasó algo diferente. El «somos» se transformó en «soy» y fue como si el mundo se parase, como si todo fuese muy despacio y solo mi corazón estuviese acelerado.
Por dentro fue como si algo se abriese y casi pude sentir cómo esa nada, ese vacío, me rozaba… muy dulcemente, muy suavemente, como una caricia.
Mi mente me recordó el pánico ante el vacío y la necesidad de llenarlo; y mis pies quietos sosteniéndome, me hicieron permanecer, durante apenas tres segundos eternos, en esa especie de quietud que me envolvía, desde dentro y desde fuera. Y mi mente seguía gritando; y era como si gritaran fuera de mí.
Y ese roce desapareció sin más, pero como si me dejara una estela por dentro y una sensación de estar en casa.
Tres segundos, no más.
Cuando volví a tomar conciencia de dónde estaba, ya no me acordaba si entraba o salía, pero tampoco me atreví a salir corriendo. Transité dejando que mis pies me guiaran, en completo silencio, hasta el mismo centro. Y por primera vez descubrí que estaba a un solo paso de la salida.
Fue algo sencillo, sutil… pero terminé profundamente conmovida y sobresaltada a la vez. Fuese lo que fuese, era irreversible. Y lo conocido iba a cambiar sin mi permiso.
Hoy es el día, tres años después, que mi cuerpo sigue recordando aquella sensación de quietud y la rescata cuando mi mente quiere dar un golpe de estado y volver a dominar ella sola.
Quizás volver a casa esté tan solo a un paso: solo ese darse cuenta profundo que todo lo transforma de forma abrupta y casi sin memoria, como si fuera lo más normal… Y mientras eso llega yo seguiré caminando, despacio, poniendo atención en mis pasos, porque en realidad yo busco lo que me busca… lo que de alguna forma ya es en mí.
Simone